24/10/10

CENIZAS BLANCAS

Sobre la mesa extendí los tres pliegos de papel aluminio que había traído callada y velozmente de la librería, evitando las miradas de la gente que siempre procuraba husmear, desnudarlo a uno sin ganas de comprender más allá de las miradas. Las llaves temblaban en mi mano, la puerta rechinaba; el viento mecía las pequeñas hojas nuevas en los árboles. Pero yo tenía que consumar el crimen, ser prudente y sobretodo, eficiente. Nunca había sentido tanto pavor en que alguien descubriera lo que soy capaz de hacer, en que me juzgaran y me condenaran de por vida; pavor a que nadie me vuelva a invitar una cerveza en algún bar de intelectuales. Me coloqué los guantes, la muerte me causaba asco en demasía, no soportaba la idea de lidiar con ella, pero aún así debía darme prisa, no quería que persona alguna me encontrara en esa situación. Saqué al animal de la caja, con mucho cuidado pero siempre rápido, doblé sus extremidades a fin de colocarlo en posición fetal; y esto no precisamente por un tema espiritual, más bien porque pensé que, así, sería más fácil envolverlo y ocupar el menor espacio posible en el jardín, en esa casa, en mi memoria. Lo apreté lo más que pude, ya casi era medio día y pronto regresarían los niños del colegio. Corrí al jardín a buscar la pala y el pico, concentrado en los latidos de mi corazón, que parecía querer salirse de su lugar. “Todavía tengo corazón”, me sorprendí diciendo en voz alta, casi gritándole al silencio, al vacío de ese lugar. Caí en cuenta, luego, de que era absurdo hacer un hueco en el jardín. Ya lo había hecho antes, ello me demoraría por lo menos un par de horas, y además, no recordaba qué espacio estaba libre de cadáver, de materia en descomposición. Pensar que podía incrustar el pico en un pedazo de carne trémula me erizaba, así que decidí no molestar el sueño eterno de todos esos pobres seres infelices.
Coloqué el pequeño paquete tieso sobre la tierra plana, libre de esas flores que tanto alegran el día a Lucía. Corrí a la cocina a traer un par de velas y la caja de fósforos con apenas cuatro palitos dentro. Prendí las velas blancas, como la piel de ese pobre bicho; vi cómo se consumían lentamente y pensaba “Así ha consumirse su piel, sus ojos, sus entrañas todas”. Sin mayores titubeos, conduje el fuego hacia el paquete plateado; rayos de luces intensas y brillantes me cegaban, pero no desvié la mirada, quería cerciorarme con mis propios ojos, con mi propio olfato, de que aquella existencia se tornara incierta para todos; pensaba que eso no sería difícil, pues todos olvidan, y quienes no lo hacen están condenados a sufrir por el olvido de los demás, que son los más. Saltaban chispas y cenizas blancas, pronto el papel se consumió por completo y quedé horrorizado frente a los músculos rojos que eran devorados por el fuego. Sentía los ríos fríos de sudor bajando lentamente por mi pecho. El viento dirigía el humo hacia la casa, me asusté, pensé en las excusas que debía elaborar para declarar después, sereno, a los chicos. “Señora Lucía”, preguntó mi vecina de al lado; no respondí. “Señora Lucía, está usted quemando algo”, insistió la vieja. “Estoy quemando la basura”, respondí, cortante y evasivo, nervioso. Ya casi no quedaba carne, sólo los huesos, que para mi desgracia estaban intactos, articulados, muy sólidos; desesperé. Estaba horrorizado.
“Alberto, Alberto”, era Lucía que me miraba con preocupación. La luz amarilla de la calle se colaba por la ventana, iluminándolo todo. Pronto amanecería.